martes, 14 de enero de 2014

La extraña relación de Dios y el ala de pollo


Sabía que se lamentaría durante toda la eternidad, pero lo hecho, hecho estaba, y luchar contra aquel deseo era como pretender parar el oleaje de un mar embravecido. Quizás si no hubiera entrado en aquella cadena de comida rápida ahora no imploraría clemencia a algún ente superior que, hasta el momento, desconocía.

Cuando la vio sabía que no era como todas las demás. Aquella ala de pollo era diferente: su fuerte personalidad, su intelecto plagado de referencias a sus idolatrados escritores rusos, sus curvas de vértigo, aquella forma de mirarle. Él la prometió una vida plena, cargada de felicidad, repleta de aroma de eternidad; ella, acostumbrada a una vida basada en penurias y vejaciones, sucumbió a sus infinitos encantos; y juntos abandonaron aquel edificio saltando de emoción y con numerosos planes de futuro.

Al principio todo fue pasión desenfrenada; ella dominaba sus encantos a la perfección, y él era una fuente inagotable de relatos y recursos, a cada cual más apasionante. Pero la pasión se transformó en rutina, dejadez y desencanto; ella se volvió irascible y distante; él, torpe ante la situación, no sabía cómo actuar, y sus intentos no hacían más que acelerar aquel triste declive.

Una mañana él se levantó y ella ya no estaba; una nota sugería que jamás volverían a verse, que no soportaba aquella situación, que necesitaba otro tipo de vida. Dios se arrodilló y suplicó clemencia en la más insoportable soledad. Creador de un Universo que jamás comprendería su desamparo, sabedor de una eternidad de añoranza, aislamiento y hastío, se refugió para siempre en la esperanza de recuperar al amor de su perpetuidad divina.

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