jueves, 19 de diciembre de 2013

Los caprichos de Edmundo


Edmundo era un ser peculiar. Podría decirse que estaba formado por una pequeña dosis de bondad y una desorbitada cucharada sopera de vanidad y codicia. Ay, Edmundo: ¿qué habría sido de ti si hubieras dejado las cosas como estaban?

Estaba claro que aquel gordo seboso con barba y pijama rojo no era, por decirlo suavemente, un jefe respetuoso. Así que planear una huida nocturna y abandonar aquel taller tercermundista era una decisión que tarde o temprano debía tomar. Tomaría lo justo, quizá un poco más, para poder sobrevivir en su viaje hacia un mundo mejor.

Y la huida se llevó a cabo, a pesar de los avisos del anciano Apolinario sobre la oscuridad de aquel universo desconocido. Edmundo quedó prendado de los placeres de la vida en la ciudad: deseaba ver la realidad desde el lado contrario, demostrar que podía ser algo más que un apocado fabricante de juguetes a las órdenes de un déspota soplagaitas. Pero todo cambió aquel día en el centro comercial rebosante de lucecitas y adornos: un extraño, pasmado, simpático pero inexpresivo y simplón ser enorme acaparó su atención. Entonces pensó en que en la fábrica se oía hablar de entes contratados por las tiendas que escuchaban los deseos de los niños y hacían que se cumplieran; así que se acercó con seguridad, sonrío, y sin preguntar se sentó sobre aquel esponjoso personaje que lo miraba fijamente, incapaz de mostrar emoción alguna.

Edmundo inició su retahíla, dominado por la ilusión de saberse triunfador en una nueva vida. Sintió cómo los brazos de su enorme oyente aumentaron la presión. "Vaya", pensó Edmundo ligeramente exaltado, "curioso personaje", y prosiguió con la exposición de su ambición desmedida. Le llevó un rato terminar la enumeración, y cuando se dispuso a marchar se dio cuenta de que no era posible: aquel infausto espécimen ejercía una presión enorme que lo retenía. Lo asía con firmeza, sin piedad, sin odio, sin sentimientos. Lo retenía: lo retendría por siempre.


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